Las verdaderas revoluciones son siempre difíciles. Che Guevara
sabía algo de eso y decía que, en las verdaderas, se vence o se muere, porque
una revolución no es una tranquila, pacífica obra de beneficencia, como cuando
las encopetadas damas de la alta sociedad salen a hacerle caridad a los que no
tienen justicia.
Una revolución es un vuelco, una ruptura, un abrupto cambio de
perspectiva. Es cuando los oprimidos dejan de creer en que los que mandan los
que los oprimen tienen la verdad de su
lado, y piensan que el mundo puede ser diferente de como ha sido hasta
entonces.
Pero claro que los opresores no se resignan a abandonar sus
posiciones de dominio y luchan a vida o muerte por ellas, aunque aparentemente,
los “otros” sean sus connacionales: enseguida se enajenan de la mayoría del
pueblo, porque las revoluciones no los
golpes de estado siempre son obra de la mayoría.
En un respetuoso diálogo con el presidente venezolano aunque no
tanto con sí mismo, el cantautor Rubén Blades, hace años uno de los abanderados
de la canción social en América Latina, expone su concepto de revolución:
Para mí, la verdadera revolución sociales la que entrega mejor
calidad de vida a todos, la que satisface las necesidades de la especie humana,
incluida la necesidad de ser reconocidos y de llegar al estadio de
auto-realización, la que entrega oportunidad sin esperar servidumbre en cambio.
Eso, desafortunadamente, no ha ocurrido todavía con ninguna revolución.
Ni va a ocurrir en ninguna revolución verdadera, Rubén. No era
sino la voluntad de mejorar la calidad de vida de la gente lo que inspiró la
Reforma Agraria cubana, que entregó parcelas a miles de campesinos sin tierra
y, esencial para procurar mejor calidad de vida, fue la alfabetización cubana
de 1961, porque no hay autorrealización sin saber leer pero enseguida llegaron
la invasión de Bahía de Cochinos y el bloqueo económico que es repudiado cada
año en la ONU, aunque acaba de cumplir 52.
Me fascina esa idea de que una revolución social “satisface las
necesidades de la especie humana”, y claro que eso solo lo hace una revolución
cuando se la ve históricamente: no habría democracia ni derechos humanos sin la
prédica de los iluministas: sin Voltaire, Montesquieu, Rousseau, pero los que llevaron
adelante esas ideas en la práctica social, los que las impusieron como
“necesidades de la especie humana” Danton, Marat, Robespierre, porque las
monarquías gobernaban por derecho divino guillotinaron a la aristocracia
francesa que se rebeló contra ellas, la aristocracia que ahogaba en
sufrimientos, en miseria los derechos de lossans culottes, acaso los que Evita
Perón llamó en su momento “los descamisados” y Martí “los pobres de la tierra”.
El tiempo ha pasado, nos recuerda Blades, pero los derechistas
venezolanos llaman “los tierrúos” a esos pobres sin zapatos que ellos explotan
en el siglo XXI. Es imposible que una revolución haga felices a los dos grupos,
porque la revolución va a dar justicia, y hacer justicia no es una fiesta de
cumpleaños.
Es decir que nunca ha habido una revolución social como entiende
Blades que debe ser. ¿Será que él no sabe lo que es una revolución social?
Según se deduce de lo que escribe, no lo la sido ni la inglesa, ni la francesa,
ni la rusa, ni la mexicana, ni mucho menos la cubana que lideró Fidel Castro.
Presumo que tampoco la venezolana de hace doscientos años, pese a que Blades
escribe de esa Venezuela que ama como “el pueblo de Bolívar”. Y ¿qué hizo el
Libertador? ¿Una tranquila y plácida obra de bienestar social? No gritó Patria
o Muerte, sino que firmó un decreto de guerra a muerte para los enemigos de la
patria, que eran los de la revolución.
Blades no sólo lo proclama ahora en esa respuesta a Maduro, sino
que lo cantaba en sus canciones latinoamericanistas: “de una raza unida, la que
Bolívar soñó”. Entonces, ¿el intento de realizar el sueño de Bolívar no es el
proceso integrador que emprendió Chávez, y que enfrenta a un imperio que nos
quiere divididos, sino que únicamente servirá para mover el culo bailando salsa?
Y cantar a voz en cuello: “A to’a la gente allá en los Cerritos que hay en
Caracas protégela”. A “to’a esa gente” la protegen, además de María Lionza, los
médicos de Barrio Adentro, porque esos que gritan y agreden en las calles no se
ocuparon jamás de la salud de los venezolanos humildes.
Tal vez fue María Lionza la que los mandó a bajar de los Cerritos,
cuando el golpe de estado de abril de 2002, para sitiar el ocupado palacio de
Miraflores y exigir el regreso del presidente que habían elegido. No te dejes
confundir, Blades, “busca el fondo y su razón”, y trata de entender las
revoluciones de la historia, no las que soñamos para tranquilizarnos.
Para Blades, el programa político del chavismo “obviamente no es
aceptado por la mayoría de la población”. Lo que quiere decir que la mayoría
que eligió a Maduro, no lo es. Blades ignora las 18 elecciones ganadas por el
chavismo y el casi 60% de votantes que el PSUV obtuvo en las elecciones de
diciembre que la derecha dijo que sería un plebiscito y declara mayoría a los
representantes de la vieja derecha derrocada por Pablo Pueblo, porque ese
hombre nos recordó Neruda despierta cada doscientos años, con Bolívar.
Me recuerdo a mí mismo, en los años setenta, en el antiguo
apartamento de Silvio Rodríguez, con su puerta negra en la que había golpeado
el mundo, descubriendo los primeros trabajos de Rubén Blades con la orquesta de
Willy Colón. Nos encantábamos de encontrar una salsa patriótica, “La maleta”,
aunque sabíamos que no eran ideas unánimes entre los latinoamericanos. Ninguna
idea hondamente renovadora consigue apoyo unánime, al menos cuando aparece: el
poder establecido eso que los norteamericanos llaman stablishment tiene muchos
resortes, muchas maneras de “convencer”, de imponer sus intereses, y sabe que
son pocos los que no ceden ante ellos.
Una cosa es cantar y otra vivir lo que se canta, y cantarlo en
todas partes. Tengo vivo el recuerdo de ese extraordinario salsero que es Oscar
D’Leòn, cantándole, en los años ochenta, a un público cubano que lo adoraba, que
llenaba un coliseo de 15 mil localidades para escucharlo y cantar con él. Lo
recuerdo feliz, arrojándose al suelo del aeropuerto de La Habana para besar la
tierra de la isla al partir y, a las semanas, lo vi abjurando de su viaje a
Cuba, cuando los magnates del disco en el Miami contrarrevolucionario, lo
acusaron de comunista por cantar en La Habana, y amenazaron con cerrarle todas
sus puertas, que eran también las más lucrativas de su realización como
artista.
Oscar sabía que esa derecha, esa burguesía y mucho menos el poder
imperial que tenían detrás no bromeaban: a Benny Moré, que era el mejor
cantante de América Latina, la RCA Víctor no le grabó un disco más cuando
decidió quedarse a vivir y a cantar en la Cuba revolucionaria.
Todo me lo explico, pero tengo la tristeza de que ya no podré
escuchar a Rubén Blades como ese cantor de nuestra América que quiso ser.
Silvio Rodríguez


